lunes, 13 de abril de 2009


Lunes 11 de febrero de 2008.

Escribir un diario. No se qué es eso, o creo que si, pero no me gusta, no quiero.

Muchas veces, en aquellos tiempos, el psicólogo me mandaba a hacerlo, para ver no se que cosa; y siempre resultaba un intento de…

Pero ya que, empezaré por instruirme acerca de su utilidad.

Buscando en Internet sobre cómo escribir un diario, encontré esto en almargen.net:

“Escribir un diario es adentrarse en uno mismo. Es mirarse y pensar qué quiero contar de mí para mí. Es una aventura. Es un lugar donde no da miedo expresar lo que uno siente o quiere. Muchas veces supone reflexionar sobre algo que ha sucedido o incluso que no ha sucedido. Y a veces una página en blanco en el diario dice más que muchas letras”.

¿Y será que si dejo esta entrada en blanco también llegará con la misma intensidad que creo que son los diarios?

Bueno haré el intento de escribir, ya me estoy acordando de una historia que merece una entrada, así sea en algo llamado diario. Se trata de “el terror del carnaval caraqueño”.

El lunes 4 de febrero, día de carnaval, me bajé en la estación de metro Chacaíto, iba con mi cámara para documentar aquello que hasta ese día me parecía una celebración divertida, símbolo de la idiosincrasia del venezolano. Un amigo me esperaba para unirse a la aventura fotográfica.

Cuando me bajé en la estación mi vista se perdía, la cantidad de gente no era contable, parecía una marcha antes de un 2 de diciembre. El espacio vital quedaba reducido al mínimo; pero eso no era un problema tan grave, sino que cada uno de esos seres tenía en sus manos una bolsa de papelillos y un pote de un pegoste que le llaman “tángana”. Era horrible, parecía una guerra, algo así como la Guerra de los sexos. Nadie tenía respeto por nadie. Te lanzaban lo que fuera. Enseguida pensé, ¡el niño que que me eche la famosa tángana en el cabello deseará no haber existido! Ya que el pegoste colorido no se quitaba muy fácil que digamos.


En ese momento los valores de tolerancia, alegría, y paciencia, que por lo general acostumbro tener, se esfumaron por completo. Y el objetivo del día ya no eran las fotos, si no salir de allí lo más rápido posible. Esquivé unos cuantos tanganazos, hasta que llegó el que venía directo a mi melena, y justo en ese momento al dichoso infante se le acabó el pegoste. Fue como un milagrito.

Al día siguiente mi amigo me contó que de regreso a su casa fue víctima de aquellos fanáticos carnavalescos y recibió su dosis de papelillo con talco, tángana, y hasta refresco. Pobre, pero me alegro de no haber estado allí, porque entonces si estuviera escribiendo un verdadero diario en la cárcel, y el psicólogo regañándome por no haberlo escrito a tiempo.

Ahora me río.

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